No basta con decidir abrirte. Debes hundirte los dedos en el ombligo, con las dos manos agrietarte, derramar los lagartos y los sapos, las orquídeas y los girasoles, virar al revés el laberinto. Sacudirlo. Sin embargo, no te vacías del todo. Quizás una flema verde se esconde en tu tos. Tal vez no sabes que la tienes hasta que un nudo te crece en la garganta y se convierte en rana. Te cosquillea una sonrisa secreta en el paladar lleno de orgasmos diminutos. Pero tarde o temprano se revela. La rana verde croa sin discreción. Todos miran. No basta con abrirte una sola vez. De nuevo debes hundirte los dedos en el ombligo, con las dos manos desgarrarte, dejar caer ratas muertas y cucarachas, lluvia de primavera, mazorcas en capullo. Virar al revés el laberinto. Sacudirlo. Esta vez debes soltarlo todo. Enfrentar el rostro abierto del dragón y dejar que el terror te trague. —Te disuelves en su saliva—nadie te reconoce hecha charco—nadie te extraña—ni siquiera te recuerdan y el laberinto tampoco es creación tuya. Y has cruzado. Y a tu alrededor espacio. Sola. Con la nada. Nadie te va a salvar. Nadie te va a cortar la soga, a cortar las gruesas espinas que te rodean. Nadie vendrá a asaltar los muros del castillo ni a despertar con un beso tu nacimiento, a bajar por tu pelo, ni a montarte en el caballo blanco. No hay nadie que te alimente el anhelo. Acéptalo. Tendrás que hacerlo, hacerlo tú misma. Y a tu alrededor un vasto terreno. Sola. Con la noche. Tendrás que hacerte amiga de lo oscuro si quieres dormir por las noches. No basta con soltar dos, tres veces, cien. Pronto todo es tedioso, insuficiente. El rostro abierto de la noche ya no te interesa. Y pronto, otra vez, regresas a tu elemento y como un pez al aire sales al descubierto sólo entre respiros. Pero ya tienes agallas creciéndote en los senos.
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